La ley del silencio
Inmaculada Suárez Valdés
Coordinadora estatal del Defensor del Profesor
Secretaria estatal de Comunicación de ANPE
Si volvemos la vista atrás intentando buscar causas y poner fecha a un hecho incuestionable como es el de la pérdida de autoridad del profesor, nos encontraremos con serias dificultades para determinar el cuándo y el porqué. Lo único que sí conocemos con certeza son las consecuencias que por esta pérdida estamos sufriendo.
Es cierto: la imagen que de nosotros han pretendido dar los políticos –declaraciones desafortunadas no faltan– en un intento de descargar responsabilidades propias sobre hombros ajenos, ha contribuido a que el vaso se desborde, pero no es menos cierto que, como colectivo, somos responsables de haber practicado poco la filosofía de autoayuda: si tú no te ayudas, nadie te va a ayudar.
Unas veces por temor a que nos pudiesen colgar el sambenito de malos profesionales, otras por la inseguridad que nos produce el sentir cómo poco a poco se nos van arrebatando nuestras competencias como educadores, con la aquiescencia de todo el entorno educativo. Hemos ido cediendo terreno ante las modernas teorías pedagógicas del laisser faire hasta llegar al punto en el que todo vale cuando el que lo sufre es el profesor.
Acostumbrados a guardar silencio y aguantar estoicamente los problemas de convivencia de todo tipo, nos olvidamos de algo importante y es que en nuestras manos está el exigir que se cumpla la Ley.
Así lo entendió la profesora que, harta de aguantar el acoso de sus alumnos y de sufrir episodios de ansiedad y depresión, decidió poner una denuncia ante la policía. Hecho del que se hizo eco la prensa y se convirtió en noticia por la poca frecuencia con que se da este tipo de denuncia y por las consecuencias que esta tuvo para los alumnos que hasta ese momento se consideraban impunes.
La ley del silencio, que se nos anima a practicar desde distintos sectores educativos de nuestro entorno, solo contribuye a perpetuar conductas antisociales. Cuando, ante hechos probados, prestamos oídos a aquellos que pretenden introducir en nosotros la sombra de la duda, induciéndonos a pensar que algo puede ser que hayamos hecho para merecer ese trato vejatorio, perdemos la oportunidad de que se haga justicia ante hechos injustificables y se dicten sentencias ejemplarizantes como algunas recientes. En ellas, agresiones a profesores se han saldado con penas de hasta ocho meses de cárcel, además de las indemnizaciones y multas correspondientes.
Nadie pretende, desde luego, judicializar la convivencia en los centros, pero el pecado de omisión también nos puede pasar factura. El no actuar por la preocupación y el miedo de despertar iras ajenas, el escuchar a consejeros que para su tranquilidad personal y supuestamente la nuestra nos animan a pedir disculpas reconociendo así hechos que no son ciertos, acaba convirtiéndose en una trampa para el docente. Esta actitud junto a la práctica habitual del “sálvese quien pueda”, contribuye a acrecentar la sensación de impunidad a la que se les tiene acostumbrados a padres y alumnos.