Política y políticos



Política y políticos

Rosalía Aller Maisonnave
Secretaria de Comunicación

 

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La democracia es un sistema imperfecto, pero –a nuestro entender– el que mayores garantías ofrece en la actualidad para el bienestar individual y social. En su existencia y cohesión, desempeñan un papel fundamental los partidos políticos. A ellos corresponde la misión trascendente de regir, con diferentes cuotas de poder, los destinos de un país, garantizando la vigencia del Derecho. La separación de poderes, recogida por Montesquieu de los clásicos y teorizada en El espíritu de las leyes, es una de las claves del equilibrio democrático. De hecho, cuando la balanza se inclina hacia uno de ellos –sobre todo hacia el predominio del Ejecutivo– el Estado se desliza por la peligrosa pendiente de los gobiernos de facto. La alternancia de partidos en las más altas responsabilidades se halla en manos de los ciudadanos, quienes a través del voto manifiestan su voluntad de ser representados por un grupo determinado, orientado por un programa de actuación. Hasta aquí la teoría.

Sin embargo, según el avance de resultados del barómetro del CIS correspondiente a abril, preguntados por “el principal problema que existe actualmente en España”, los encuestados sitúan en cuarto lugar, entre más de treinta posibilidades, a “los políticos en general, los partidos y la política” (29,4%), una tendencia que se mantiene entre los propios votantes del partido de gobierno (26%), por detrás del paro (80,7%), la corrupción y el fraude (39,3%) y los problemas de índole económica (35,5%), asuntos todos no ajenos al poder político.

Aquí viene a cuento la celebérrima frase de Marcelo a Horacio (Hamlet, acto 1, escena 4): Something is rotten in the state of Denmark, “Algo está podrido en Dinamarca”. Los errores del pasado reciente, el despilfarro, los hechos justiciables de notoriedad, el menosprecio hacia la voluntad popular, la insensibilidad en el tratamiento de los temas más delicados por su repercusión social, las declaraciones peyorativas de las autoridades respecto a determinados colectivos –médicos, profesores…–, han convertido el escepticismo de los ciudadanos hacia la clase política en abierta contestación.

Nada nuevo bajo el sol. En el siglo XVIII, José Cadalso (1741-1782), escritor y militar ilustrado, en sus Cartas marruecas, recurría a la visión de extranjero del joven árabe Gazel, que desde España se dirigía a su sabio maestro Ben-Beley y comentaba cuanto le llamaba la atención en esta sociedad. Así le contaba, en la “Carta LI”, que su amigo español Nuño estaba escribiendo un peculiar diccionario, con el ánimo de “publicar lisa y llanamente el sentido primitivo, genuino y real de cada voz, y el abuso que de ella se ha hecho, o sea, su sentido abusivo en el trato civil”. He aquí una interesante y actual entrada de tan necesaria obra:

«Política viene de la voz griega que significa “ciudad”, de donde se infiere que su verdadero sentido es la ciencia de gobernar los pueblos, y que los políticos son aquellos que están en semejantes encargos o, por lo menos, en carrera de llegar a estar en ellos. En este supuesto, aquí acabaría este artículo, pues venero su carácter; pero han usurpado este nombre estos sujetos que se hallan muy lejos de verse en tal situación ni merecer tal respeto. Y de la corrupción de esta palabra mal apropiada a estas gentes nace la precisión de extenderme más.

«Políticos de esta segunda especie son unos hombres que de noche no sueñan y de día no piensan sino en hacer fortuna por cuantos medios se ofrezcan. Las tres potencias del alma racional y los cinco sentidos del cuerpo humano se reducen a una desmesurada ambición en semejantes hombres. Ni quieren, ni entienden, ni se acuerdan de cosa que no vaya dirigida a este fin. La naturaleza pierde toda su hermosura en el ánimo de ellos. Un jardín no es fragrante, ni una fruta es deliciosa, ni un campo es ameno, ni un bosque frondoso, ni las diversiones tienen atractivo, ni la comida les satisface, ni la conversación les ofrece gusto, ni la salud les produce alegría, ni la amistad les da consuelo, ni el amor les presenta delicia, ni la juventud les fortalece. Nada importan las cosas del mundo en el día, la hora, el minuto, que no adelantan un paso en la carrera de la fortuna. Los demás hombres pasan por varias alteraciones de gustos y penas; pero estos no conocen más que un gusto, y es el de adelantarse, y así tienen, no por pena, sino por tormentos inaguantables, todas las varias contingencias e infinitas casualidades de la vida humana. Para ellos, todo inferior es un esclavo, todo igual un enemigo, todo superior un tirano. La risa y el llanto en estos hombres son como las aguas del río que han pasado por parajes pantanosos: vienen tan turbias, que no es posible distinguir su verdadero sabor y color. El continuo artificio, que ya se hace segunda naturaleza en ellos, los hace insufribles aun a sí mismos. Se piden cuenta del poco tiempo que han dejado de aprovechar en seguir por entre precipicios el fantasma de la ambición que les guía. En su concepto, el día es corto para sus ideas, y demasiado largo para las de los otros. Desprecian al hombre sencillo, aborrecen al discreto, parecen oráculos al público, pero son tan ineptos que un criado inferior sabe todas sus flaquezas, ridiculeces, vicios y tal vez delitos, según el muy verdadero proverbio francés, que ninguno es héroe con su ayuda de cámara. De aquí nace revelarse tantos secretos, descubrirse tantas maquinaciones y, en sustancia, mostrarse los hombres ser defectuosos, por más que quieran parecer semidioses».

La decepción y la falta de horizontes son malas consejeras. Cuando el sentimiento popular hacia las instituciones democráticas es de desapego total, la sociedad puede acercarse a una línea roja que no debería volver a cruzar. Identificarlas con los hombres o mujeres que no están a la altura de sus cargos y retirarles por ello nuestra confianza es socavar el sistema desde sus raíces. Quienes ejercen las más altas responsabilidades deben recordar que su autoridad procede de las urnas –que tanto valen para votar como para enterrar– y atender al clamor ciudadano. Hoy. Mañana puede ser tarde.