La educación, primero


 

La educación, primero

Rosalía Aller Maisonnave
Secretaria de Comunicación

Rosalia2016

 

Hay expresiones sintéticas y contundentes sumamente eficaces. Publicistas y políticos, periodistas y comerciantes conocen bien su efecto de certera arma arrojadiza, cuando van destinadas al blanco adecuado. Uno de los ejemplos más recientes ha sido una frase lapidaria, reiterada por el polémico mandatario estadounidense en su campaña: America first. Caló hondo, porque dijo a millones de votantes lo que desea­ban oír, más allá de la valoración que cada cual haga de estos resultados y sin considerarla como su única explicación. Cuando un eslogan surge de la convicción de quien lo esgrime, sus probabilidades de éxito son aún mayores.

La educación es para los
docentes mucho más
que un trabajo

Pensemos en la educación. Hablar de ella es mucho más que referirse a un sistema, un conjunto de currículos, una organización administrativa, infraestructuras de centros de enseñanza o, finalmente –pues en este lugar suelen situarnos– un profesorado que asegure la calidad del resultado. La educación –en sentido lato– empieza mucho antes de la vida escolar y termina cuando concluye la nuestra. Educa la sociedad en su conjunto y todos lo hacemos en la interacción diaria. Y por supuesto educan, y mucho, las figuras de mayor proyección social, los medios de comunicación y, en las últimas décadas, las redes sociales. Otro asunto es en qué sentido lo hagan y cuán beneficiosa o perniciosa sea su gran influencia. 

Esa educación total, difusa, está impregnada –o debería estarlo– de la llamada “educación formal” o “reglada”, que es para los docentes mucho más que un trabajo. Aunque podemos defender a capa y espada su extraordinaria importancia y bondades, muchas veces este esfuerzo sostenido nos desanima, porque tenemos la sensación de ser voces clamando en el desierto. Algunos la conciben como un terreno fértil para la siembra ideo­lógica. ¿Qué hay más maleable que las mentes infantiles y juveniles? Otros, como un espacio de ejercicio político o una pieza más en el complejo engranaje presupuestario o un servicio que ha de venderse a los ciudadanos como bueno, igualitario, para todos o un punto más en la lista de promesas electoreras que se apuntarán, pasadas las urnas, en la cuenta del olvido. Quienes somos depositarios de la representatividad del profesorado ante las autoridades educativas tenemos la misión y el deber de insistir una y otra vez en la relevancia de este terreno, espacio y servicio. 

nuestra-rosalia¿Qué lugar ocupa la educación, realmente, en el imaginario colectivo y en los designios de los servidores públicos? En el mundo occidental, para la mayoría es una etapa imprescindible en la vida de toda persona, tan prolongada como su situación, medios e intereses lo permitan. Cuanto más lejos llegue, mayores serán sus posibilidades de inserción laboral posterior, con la estabilidad socioeconómica y psicológica que esto implica. También hay un importante componente de realización personal, de satisfacción, de crecimiento intelectual y social, de vocación, para quienes tengan la posibilidad y dicha de encaminarse según sus aspiraciones. Aunque esto no siempre se desarrolla de forma tan lineal y proporcionada, es indudable que una buena formación abre muchas más puertas que la falta de ella.

 Los ciudadanos estamos acostumbrados a que los gobiernos no aten demasiado sus obras a sus palabras. Así que la educación no será excepción a esta norma sustentada en la experiencia. Un programa electoral que se precie deberá incluir una “apuesta firme” por la educación. ¿Y luego? La dura realidad presupuestaria ya se encargará de encorsetar el asunto y hacer los “ajustes” pertinentes. “Este año no es posible –nos dirán– pero cuando la situación mejore…”. Parole, parole, parole cantaban Mina y Alberto Lupo. El Informe Panorama de la Educación 2017 de la OCDE evidencia el descenso de la inversión educativa en España hasta el 4,1 % del PIB en 2015, cuando antes de la crisis era del 5,2 %. En la Comunidad de Madrid, según el Sistema Estatal de Indicadores de la Educación de 2017, elaborado por el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte, el gasto por alumno en centros públicos bajó de 4.842 euros, en 2009, a 4.443 euros en 2014, cifra que nos sitúa en el último lugar de la lista. Si a esto se añade una situación política como la actual, donde un sector minoritario pretende trasladar a todo el Estado su propia inestabilidad y sus contradicciones internas, al tiempo que uno de sus cabecillas lanza desafíos desaforados a Europa, mientras el presupuesto para 2018 no despega, nuevamente nos vemos en un bloque de inmovilismo. Estos son los hechos.

Tenemos la misión y el deber de insistir en la relevancia de este servicio

Aunque todos los servicios públicos son clave para el buen funcionamiento de la sociedad y requieren un tratamiento acorde a su relevancia, las autoridades parecen olvidar que la educación es la piedra angular del edificio. Reiteradamente oímos, a golpe de telediario ante la violencia creciente, el mantra del endurecimiento de penas. Aunque son comprensibles y compartimos el dolor de las víctimas y la indignación generalizada ante el delito, sobre todo aquellos especialmente execrables contra la vida y dignidad de las personas, con igual insistencia los expertos en Derecho Penal explican que esta no es la vía para abatir los índices de delincuencia. A la importancia indubitable de las condiciones sociolaborales de una población para erradicar esta lacra, ha de sumarse un factor clave: la educación. Pero es una inversión que no da réditos en cuatro años, aunque a la larga resulte mucho más efectiva. De ahí que muchos políticos –más cortoplacistas que estadistas– la posterguen de facto, aunque no en el discurso. Hay medidas exprés mucho más impactantes que sirven para enmascarar una realidad contumaz. El “como si” parece suficiente para sostener la ficción de “hacer que hacen”.

Mientras tanto, una gelatinosa complacencia da cauce a un agua opaca que va erosionando la vida de los centros docentes y los cerebros y corazones de los alumnos: los mensajes contrarios al esfuerzo, so capa de igualamiento; el menosprecio de la voluntad y la responsabilidad; el olvido de la memoria, facultad que nos permite fijar el conocimiento para que nos acompañe a lo largo de la vida y cuya pérdida es tan dolorosa; la estigmatización de los deberes escolares y la negación de sus beneficios para la formación del alumnado; la entronización de la innovación didáctica como el non plus ultra, incluso sin soporte que sustente su efectividad, en detrimento de técnicas y estrategias docentes que siguen siendo efectivas.

El corolario de diversos dislates
son las agresiones a los docentes

 El corolario de estos y otros dislates son las agresiones que soportan los docentes, como ha confirmado el Defensor del Profesor de ANPE-Madrid en su último informe; la desautorización sistemática del profesorado por algunos sectores de padres; su postergación por parte de la propia Administración educativa, que mientras saca pecho por los buenos resultados de los alumnos madrileños en los informes internacionales –nuevamente PISA los sitúa en la cima por sus resultados en la solución colectiva de problemas– olvida darle un justo reconocimiento, más que de palabra, de obra. Buena prueba de ello es la incomprensible congelación del Acuerdo Sectorial para la mejora de las condiciones laborales de los funcionarios docentes, que descansa en formato borrador tras su ratificación por las organizaciones sindicales y la Consejería de Educación, el 21 de junio pasado.

Ante este panorama, reajustemos prioridades: la educación, primero.