Xavier Gisbert
Ex Consejero de Educación en Estados Unidos y Canadá
Cualquier aproximación al mundo educativo que no cuente con el adecuado conocimiento del mismo y la necesaria información suele generar crispación. Muchos responsables educativos, sin duda por un deficiente asesoramiento, a veces cometen el error de no medir el alcance de ciertas propuestas ni de su impacto en determinados sectores. Nadie duda de que en Educación hay mucho que hacer y mucho que mejorar. Pero el problema no suele ser el qué sino el cómo.
Entre los muchos debates que habría que abrir en Educación, el del salario de los docentes es sin duda uno de ellos, pero cualquier propuesta que se haga debe buscar resultados justos, corregir la situación anterior y contribuir a la mejora del sistema.
El mayor problema relacionado con el salario de los profesores españoles es que, a diferencia de lo que ocurre en otros países, la diferencia entre el salario inicial y el salario final es muy pequeña, y va generalmente asociada a la acumulación de trienios y sexenios, es decir, de antigüedad. El sistema educativo español carece de una escala salarial que permita una progresión económica en una carrera profesional.
Sin embargo, la idea de vincular el salario de los profesores a los resultados del centro en el que trabajen no solo es pintoresca, sino que también es un despropósito. Si así fuera, un buen profesor en un centro con malos resultados estaría condenado a cobrar menos por mucho que se esforzara, y por el contrario un mal profesor en un centro con buenos resultados se beneficiaría de un sueldo mayor por el simple hecho de trabajar en él. Para el primero, el bueno, sería un castigo y para el segundo, el malo, una recompensa.
Esto generaría automáticamente una brecha entre centros, difícil y quizás imposible de corregir, ya que los buenos profesores en centros malos verían que sus esfuerzos son inútiles y en consecuencia dejarían de esforzarse. El otro escenario posible sería la “fuga” de profesores buenos a determinados centros y por lo tanto la concentración de profesores malos en el resto. Los centros malos estarían condenados a ser centros malos.
Este no es uno de los objetivos de la Educación. Se trata precisamente de dar respuesta a los problemas del sistema, pero no de empeorarlos.
Hasta aquí la reacción lógica de cualquier persona con un mínimo conocimiento de nuestro sistema educativo. Pero este planteamiento y las consecuencias apuntadas no son más que la punta del iceberg. Siendo evidente que un profesor “bueno” no debería cobrar lo mismo que un profesor “malo”, el problema es que haya profesores buenos y malos. Y si esto es así hay que ir a las causas. Todos los profesores reciben la misma formación, pasan los mismos filtros de acceso a la profesión docente y cuentan con los mismos sistemas de supervisión, evaluación e inspección.
Esto debería garantizar un nivel mínimo de competencia profesional en todo el profesorado que impidiera la existencia de profesores “malos”. Y si los hay, en ningún caso se les puede culpabilizar. No les han regalado el puesto y en consecuencia es lógico que su salario sea el mismo que el de los demás.
Si, en el sistema educativo, se detecta lo que se puede entender como un profesor “malo”, en principio debe responder a dos posibles situaciones: que sus competencias profesionales no sean las adecuadas, en cuyo caso la responsabilidad es atribuible a fallos en el proceso de selección y la solución pasa por corregir los defectos mediante un potente plan de formación permanente; o que su actuación como profesor no cumpla con los estándares mínimos necesarios (no académicos), en cuyo caso se deben poner en marcha los mecanismos que corrijan esos comportamientos o que conduzcan a su expulsión de la función docente.
Y esto nos debería llevar a debates serios y profundos sobre la profesión docente y especialmente sobre la formación inicial, el acceso a la función docente y la formación permanente del profesorado. Estos tres aspectos son fundamentales para mejorar la calidad del profesorado y por consiguiente la calidad de nuestro sistema educativo.
Pero volviendo al inicio, un tema que no se puede obviar es el de la dedicación. Aquí sí que hay diferencias. Un profesor puede limitarse a cumplir con su obligación, tanto laboral como profesional, es decir horaria y docente, lo cual es perfectamente legítimo y para eso le pagan, o puede aumentar su nivel de implicación en uno o varios de los ámbitos en los que se desenvuelve. Esto sí que marca diferencias entre profesores. Por ejemplo un profesor que se esfuerza para impartir su asignatura en inglés, uno que incrementa su jornada para atender mejor a sus alumnos, o uno que realiza cualquier actividad adicional a las legalmente establecidas. Indudablemente merecen una recompensa que se puede traducir en un incremento salarial.
Es por lo tanto fácil concluir que, a priori, todos los profesores son buenos, que el hecho de que algunos sean mejores no convierte al resto en malos y que el salario de un profesor debería estar vinculado al desempeño profesional personal, pero nunca a los resultados de un centro.