El profesorado hoy, entre el desencanto y la confusión
Francisco Melcón Beltrán
Presidente de ANPE-Madrid
Hay un aspecto preocupante que en el debate educativo se toca de soslayo: el desánimo y el desencanto en la profesión docente, un fenómeno que existe en mayor medida de la que trasciende, cuyas causas vienen de largo y son múltiples y complejas. Sin caer en el pesimismo, se puede afirmar que son manifiestas la desorientación y la confusión reinantes entre los docentes en su quehacer profesional y respecto al papel que desempeñan en el proceso de enseñanza. Ejercen su función a la defensiva, pues el marco de referencia de su trabajo, oficio o profesión es movedizo y no está claro.
El punto de vista y las opiniones del profesorado no interesan a una Administración que ha decidido desde hace tiempo, en colaboración con otros agentes, ocultar los ejes esenciales que dan sentido a su profesión y rebajar el estatus y la dimensión de su tarea.
Quienes son incapaces de encontrar el rumbo de la educación española exigen públicamente mayores responsabilidades al profesorado. Es señalado como uno de los factores determinantes de la calidad educativa. Como nuestro sistema educativo tiene un rendimiento deficiente, a tenor de los resultados internacionales, concluyen mediante un razonamiento engañoso que sus deficiencias son atribuibles a los docentes, como consecuencia de su falta de preparación e implicación con el paradigma educativo dominante.
Se les pide que asuman nuevos roles para adaptarse a una escuela y una sociedad cambiantes y que se formen para poder adquirir las competencias que les permitan gestionar los aspectos curriculares, de evaluación, de coordinación, abordar los temas transversales, tutoriales, de orden psicológico de los alumnos, de convivencia, relacionales, administrativos, legales, de empatía, emocionales, burocráticos, didácticos, de gestión del aula, de talante... y un largo etcétera. Demandan una suerte de ser con superpoderes que pueda afrontar con garantía de éxito esa ingente y compleja labor. Se les advierte de la necesidad de cambiar los métodos de enseñanza más tradicionales para adaptarse a los nuevos tiempos. Todo ello, bajo el escrutinio y la creciente presión de una Administración educativa cada vez más fiscalizadora y burocratizada.
Muchos profesores han perdido entusiasmo y seguridad y no se encuentran cómodos desempeñando una profesión con tantos cometidos, que cada vez tiene mayores condicionantes, y al constatar que algunos expertos educativos, alejados del aula –véase Marina y su Libro Blanco–, les exigen cualidades personales, competencias y capacidades fuera de lo común.
A esto añadimos la pretensión de alguna confederación de padres y madres que pretende que las AMPA de los centros controlen y gestionen la escuela [sic], más allá del derecho a la participación que tienen reconocido por ley. Cuestionan el papel tradicional de la institución escolar y del profesorado, a los que ven como elementos de contención y un serio obstáculo para convertir los centros en falansterios progresistas de la participación a los que denominan escuelas democráticas, donde las normas de convivencia, los contenidos y los objetivos de aprendizaje deben pactarse con los alumnos y las familias. En este afán, transmiten a los padres la desconfianza sobre el quehacer docente y la gestión de los centros escolares, con exigencias inaceptables y denuncias sin fundamento que generan situaciones de tensión y el enrarecimiento del clima escolar.
El profesorado y la educación española transitan por la senda de la incertidumbre provocada por los continuos cambios legislativos, al no existir en España acuerdo social ni político sobre el modelo, los fines ni la filosofía de la educación. Así lo evidencian los diecisiete sistemas educativos que funcionan de facto en nuestro país.
A pesar de que se proclama con énfasis que el principio de autonomía es clave para la mejora educativa, el profesorado español carece de ella, más allá de algunas cuestiones relacionadas con la metodología y poco más. Está sometido a examen permanente –cuando no a la crítica– desde la parcela política y mediática, y de todo tipo de expertos y profanos alejados de la realidad de las aulas. Cuestionan el papel o la identidad de la profesión docente que ha formado durante décadas en las etapas preuniversitarias a la élite profesional e intelectual española, y desde las más altas instancias del poder político se acusa al profesorado de saber y trabajar poco, y de estar instalado en la queja permanente.
La tendencia histórica al maniqueísmo y la simplificación, y la fuerte ideologización de nuestra sociedad se han trasladado a la educación. Hemos recogido las más novedosas teorías filosófico-educativas, psicológicas y pedagógicas, demoliendo nuestra tradición educativa y anulando los atributos de la profesión docente, y las hemos extrapolado en nefastas reformas que ya habían fracasado en otros países europeos.
Pero aquí no se reconocen los errores. Desde algunos sectores no se quiere admitir que las sucesivas reformas, especialmente la LOGSE, no han servido para situar la educación española en los puestos de cabeza de los rankings internacionales. Somos incapaces de establecer un diagnóstico compartido de la situación educativa y menos aún de determinar las prioridades, más allá de señalar una supuesta deficiente formación de los docentes y su falta de entusiasmo con los planteamientos y directrices de las leyes educativas.
Tras un proceso paulatino, que viene de lejos, la profesión docente ha sido reducida a una condición irrelevante. Los profesores han sido desposeídos de su autonomía, de su libertad de cátedra, de la autoridad académica y moral y, desde los sectores de la izquierda más ideologizada, tampoco se les considera merecedores de la autoridad legal.
La autoridad del profesor se considera un principio anticuado porque la nueva dinámica social necesita una escuela diferente, basada en el constructivismo y en modelos participativos, y por tanto se precisa un nuevo profesor con otros roles. Debe renunciar a la transmisión del conocimiento y ser un dinamizador u orientador del aprendizaje de sus alumnos. Un profesor adherido, en suma, a la visión logsiana de la educación y que no sea tanto un profesional por el “qué enseña” sino por “cómo enseña”.
Muchos profesores han desarrollado posiciones conformistas de acomodo y supervivencia en los centros docentes –profesores plastilina–, donde la falta de estímulos y de una carrera profesional con roles bien definidos y con incentivos es el campo abonado para su desmotivación.
La mayor parte de ellos mantiene viva su vocación por la educación y, a pesar de las crecientes dificultades, siguen empeñados en no perder su identidad y proyectar en los alumnos todo su potencial y buen hacer en lo intelectual, lo moral, lo personal y lo social. Por eso, es imperioso regular la profesión docente en cuanto al acceso, las competencias, la formación inicial, etc., de forma que sea atractiva para los estudiantes que entren en la universidad, y dotar de un estatuto propio a los profesores de la enseñanza pública que recoja su relación con la escuela, con la Administración y que defina claramente la carrera docente.
El profesor debe dar sentido a su profesión, tener autonomía y sentirse responsable de las decisiones que adopte en el plano educativo. Ni las corrientes pedagógicas, la psicología, la ideología o la Administración pueden ser el único horizonte de su actividad, ya que el quehacer docente que identifica al profesor alcanza una dimensión más amplia.
Cuando nuestro país sepa qué educación necesita y quiere, será el momento de abordar la cuestión docente en toda su extensión. Solo entonces los profesores sabrán qué se espera de ellos y el alcance de los retos que les planteen. Que nadie lo dude: estarán a la altura de un diseño educativo establecido desde la reflexión seria que apunte a la formación de ciudadanos capacitados y responsables.