Derechos, deberes y felicidad
Rosalía Aller Maisonnave
Secretaria de Comunicación
V Secretaria de Comunicación IVIR en un Estado de Derecho es un privilegio que no siempre valoramos en su justa medida. Bastan unos minutos de telediario para constatar que la mayor parte de la humanidad soporta la constante conculcación de sus derechos. Sin embargo, la Constitución Española es su consagración en esta sociedad, y la separación de poderes, una de sus garantías. Aunque debemos admitir que ni siquiera estos recaudos legales aseguran su plenitud, y su reivindicación es tarea irrenunciable incluso en las naciones consideradas más avanzadas.
Pero los derechos tienen su contracara: los deberes. El binomio muestra, desde su propia conformación, que priorizamos los primeros, aun alterando el orden alfabético, según el cual deberíamos mencionarlos en orden inverso. Así lo hace el propio texto constitucional, que trata, en su Título Primero, De los derechos y deberes fundamentales. Y es que mientras los derechos son percibidos como un elemento positivo, solemos sentir los segundos, en todos los órdenes de la vida, como una carga.
En el ámbito educativo, parece tendencia en los últimos tiempos la disociación del binomio, pues se habla con entusiasmo de los derechos de los alumnos y sus familias, y en cambio se pretende recordarnos a los profesores, reiteradamente, nuestros deberes, o lo que algunos “expertos” entienden por ello.
Respecto a los alumnos, debe matizarse que no todos ven sus derechos igualmente valorados y defendidos. Así sucede en situaciones de acoso escolar, donde no faltan quienes invoquen diversas circunstancias atenuantes para evitar cualquier tipo de sanción al sujeto agente. Por supuesto, es de justicia que sus derechos sean escrupulosamente respetados. Lo llamativo es el criterio diverso que pretenden seguir en el tratamiento de la víctima de esta lacra, cuya voz se enciende como una —para algunos— molesta luz de advertencia al denunciar que no todo es como debiera. Por eso prefieren condenarla al ostracismo de la invisibilidad, neutralizarla con el apaño de la mediación, acallarla, en definitiva, negándole los derechos que ella también tiene. Distintas varas de medir.
Mientras los pseudoexpertos de escritorio no paran de imaginar nuevos “deberes” para el profesorado, entre ellos la formación como panacea para terminar con — nombrémosla sin eufemismos— la violencia en los centros, algunas corrientes de opinólogos —políticos o no— alientan un debate sorprendente sobre los deberes escolares, al calor de la incertidumbre preelectoral y al margen de los profesionales de la educación.
Un interesante panorama laboral se abre ante quienes — desconocedores de la realidad de las aulas, sobre la cual pontifican— engordan su currículum a fuer de ponencias, foros, observatorios, jornadas, debates, publicaciones, cursos, cursillos. Cuando se encuentran, en un cruce de caminos, con los tradicionales objetores ideológicos del conocimiento, la responsabilidad, el estudio, la disciplina, el respeto a compañeros y profesores, el esfuerzo en todas sus formas, se produce un momento estelar, una sinergia cuyo resultado es la tormenta perfecta.
Reconozcamos que ni los más acérrimos defensores del “deber cero” rechazan toda forma de esfuerzo, pues seguramente admitirán sin rechistar que los cracks del deporte deben dedicar interminables horas y sudor a su mantenimiento en óptima forma, pues ello, sumado a sus condiciones personales excepcionales, nos brinda inolvidables momentos de excelencia. Término este último que, fuera del contexto deportivo, también está estigmatizado. Celebremos entonces que el sentido del deber, el cumplimiento de las obligaciones, la responsabilidad de defender unos colores, la satisfacción por el trabajo bien hecho encuentren, al menos en este campo, un islote de valoración.
“Y para todo lo demás, el Sr. Google”, diríamos parafraseando la publicidad de una conocida tarjeta de crédito. Ya los alumnos no se ven obligados a buscar mediante periplos “estresantes” por el molesto soporte papel ni en silenciosas bibliotecas lo que este señor brinda con más velocidad que certeza. Tanto da. La seriedad de la información es pecata minuta, ya que el “conocimiento” recién estrenado se compartirá con otros cibernautas igualmente desinformados. Vamos alegremente por la vía de librarnos definitivamente de la antigua memoria, que retenía lo que comprendía tras un análisis y, a veces, también mediante la denostada repetición (a la que tan afectos son los deportistas de élite, en quienes sí la damos por buena). Solo esperamos que los cirujanos del futuro, ante el cuerpo abierto de un confiado paciente, no comiencen a investigar en la pantalla el protocolo a seguir.
Y por este camino florido creen algunos que los niños y jóvenes lograrán ¿la madurez? No, la felicidad, ese claro objeto de deseo que debe alcanzarse en plenitud en la etapa escolar, según ellos. Entendiendo, sin duda, que la dicha es sinónimo de haberse convertido los alumnos — olvidemos el incómodo participio activo “estudiantes”— en el ombligo del mundo. Nada debe alterar la paz de estos paradójicos nuevos seres que nacen ya viejos, pues el estado que se pretende para ellos más tiene de desideratum de un tranquilo reposo en la ancianidad que de aspiración al crecimiento personal mediante la formación de la personalidad y la adquisición de conocimientos esenciales para el futuro personal y social.
Duele pensar que estos niños y jóvenes tendrán por anticuado o enemigo a quien les diga que un escollo es un estímulo; un obstáculo, un desafío para crecer; un límite, un incentivo para consolidar su voluntad. Y que, en la superación de las propias carencias y el desarrollo de las potencialidades intelectuales, emocionales, sociales que toda persona encierra, una auténtica mina de bienes, radica, en buena medida, la felicidad.